jueves, 6 de junio de 2013

Corazones Rotos

El teléfono celular empezó a ladrar a media madrugada, como advirtiendo a su dueña que un intruso trataba de entrar a la casa en forma digital. Vibraba y sonaba, moviéndose como un vigilante electrónico, en contra de su voluntad, Ella estiró la mano en la penumbra para callarlo y en el trayecto encendió la lámpara que usaba para leer en las noches. Atrapó el teléfono con la mano estirada y antes de acercarlo, un nombre le arañó la memoria, El. Unas horas antes habían tenido una pelea más por el motivo de siempre; sus celos irracionales, su manera enferma y torcida de amar. Se despidieron odiándose un poco más y necesitándose un poco menos. Por fin había tenido el coraje para terminar su relación y debía sentirse feliz, no tan desgraciada. Al separarse de él, se había sentido como si le hubiera arrancando un pedazo del alma.

Cansada de llorar se había quedado dormida, con su pecho buscando consuelo contra la almohada y su brazo estirado intentando calentar al fantasma en el lado vacío de la cama. En el décimo ladrido del teléfono estaba alerta y tan inquieta como si estuvieran aporreando la puerta de entrada, en la pantalla electrónica identificó el número de teléfono y sintió una navaja apuntando a su vientre.


—Bueno, dijo su voz contraída.

Nadie le respondió del otro lado de la línea, solo se escuchaba la voz aguardentosa de Sabina; con una canción que reconoció de inmediato, como si fuera la marcha de los condenados, “Y morirme contigo si te matas y matarme contigo si te mueres”. La navaja presionó contra su estómago, clavándole apenas la punta filosa. El sonido de un vaso de cristal contra una botella y el humo exhalado de un cigarrillo le confirmaron sus sospechas. Está borracho y muy mal. Dios mío, pensó ella.

— ¿Estás bien?, se aventuró a decir.
— No, sin ti nunca puedo estar bien, dijo una voz lastimosa de hombre.
— ¿Cuánto has bebido? le preguntó ella, aunque su tono de voz ya le había estimado que varias botellas.
—Lo suficiente para saber que no te merezco, le respondió con un sollozo infantil.
— ¿Qué hiciste, amor? No me digas que te has hecho daño; le preguntó al oírlo sollozar, mientras la punta de la navaja se movió horizontalmente allá abajo, aunque el dolor lo sintió en el pecho.
— Solo me castigué por hacerte sufrir dijo el, en un murmullo sin amenazas.
Con horror; recordó la primera vez que encontró en el brazo de el decenas de pequeños cortes a medio cicatrizar que se había auto-infligido al día siguiente de su primera confrontación. Había hecho lo que toda mujer haría en su lugar, lo había abrazado y consolado, había arrojado en el piso la indignación de sentirse celada y ofendida sin razón, para llenarlo de besos y asegurarle entre sollozos que lo amaba y no había nada en el mundo que pudiera inducirlo a creer lo contrario. Si ella esperaba que se desplomara en sus brazos, que todo fuera miel y dicha a partir de esa declaración de amor, esa idea murió a los pocos instantes de sentir las manos de el separándola con brusquedad. 


Sus lágrimas se quedaron a medio camino de sus mejillas al ver la mirada de furia con que la observaba. Como un camaleón que transmuta para protegerse de los depredadores; así cambió su actitud en segundos, sistemáticamente la hirió con el desdén de sus ademanes y una frialdad en sus palabras que le desconocía. Negó haberse cortado por ella y le dijo que no necesitaba un amor pintado de lástima. La arrinconó con su ironía, la hizo pedazos atacando sus debilidades, cuando ella lloraba silenciosamente, como animal herido, la abrazó con ternura, le pidió perdón por ser un canalla y le hizo el amor como nunca se lo había hecho. La hizo olvidar con besos los malos ratos, con los labios le secó las lágrimas y con sus ganas pegó las grietas en sus entrañas. Cuando abandonó su casa, la dejó más enamorada, confundida y atrapada que nunca.

—Me prometiste que no volverías a hacerlo, le recordó con un hilo de voz.
—No puedo evitarlo, cuando siento que te estoy perdiendo, tomo lo que sea y hago un corte por cada vez que te pido perdón, le respondió lloroso y fundido.
—Te amo; no te dejaré solo, pero necesitas ayuda y vamos a buscarla, dijo acompañándolo en la lluvia salada.
— ¿Quién me va a sacar esta podredumbre del alma? le acotó; solo muerto se sale.

La navaja se hundió dos centímetros en los nervios hechos bola en la cintura de ella, temió que el cometiera una estupidez mayor. Se maldijo por haberlo dejado solo, por no ser tan fuerte como quisiera y por la sensación de inutilidad con una línea telefónica de por medio. Lo sintió más perdido que nunca y quiso correr hasta donde estaba el. Seguramente estaría en la oficina, entre colillas de cigarro amarillentas, con una nube de humo y destrucción sobre su cabeza. En alguna parte de la ciudad; otra mujer estaría preguntándose también en dónde estaba su marido o quizá, lo pensaría trabajando, honrando el voto nupcial de llevar el pan a la casa. ¿Por qué tenía que haberse enamorado de un hombre tan complicado y con una vida hecha?
No era su responsabilidad cuidar del camaleón tóxico y sin embargo; se sentía culpable de su estado. ¡Maldita sea! se dijo, no soy culpable de nada, yo no he hecho otra cosa que quererlo y eso no es para merecer sus llamadas sorpresivas para saber dónde estoy y con quién estoy, ni tengo por qué probarle cada cosa que le digo. Qué vergüenza que me pida que le pase al teléfono a mis amigas para estar seguro que estoy con ellas, como si fuera una niñita o que deba mandarle imágenes de mis pláticas en el chat con X o Y.


¿Con qué derecho se cree para prohibirme la amistad y el trato con tal o cual amigo? ¿Por qué le voy a soportar que me trate como una cualquiera y sus prácticas aberrantes en la cama para castigarme por falsos pecados?

—Ya no quiero vivir; escuchó en el celular interrumpiendo todas sus quejas mentales y olvidándose de todo que no fuera lo inmediato.
— ¡no digas eso! le rogó ella.
—Querías alejarte de mí y te voy a ayudar a cumplirlo, le dijo terminando llamada y empujando con esa frase el filo de la navaja en las entrañas de ella.

Lo que siguió después fue como verse en una serie de televisión en Off, se veía a si misma llamando repetidas veces al celular de el y al teléfono de la oficina sin recibir respuesta. Desesperada; imaginándolo en un charco de sangre, con la mirada perdida y el corazón apagándose. Estaba tan lejos de él, tan malditamente inservible para ayudar al hombre al que, a pesar de todo, amaba. Tomó el teléfono y marcó a su mejor amiga y vecina de el.

— ¿Bueno, quién llama? le respondió la voz somnolienta y rasposa de su amiga.
— Soy yo, — Que sucede amiga?  necesito tu ayuda de inmediato, dijo de forma directa a su adormilada amiga.
— ¿Qué pasa, te hizo algo ese estúpido?
Su amiga estaba al tanto de cada detalle tortuoso de ese amorío y se sentía culpable de haberlos presentado, de no haber podido impedir que su mejor amiga y su vecino se enrollaran juntos. Se lo había advertido a ella.


— Ese cabron está podrido. Solo vas a recibir besos amargos y dolores en el alma.

Pero ella no le hizo caso, se enamoró del camaleón, creyó en sus colores vistosos, sus galanteos, sus momentos poéticos, de sus formas dulces y también de la vorágine sexual que se desataba entre ellos en cada encuentro. su amiga sabía de las escenas de celos, de los maltratos físicos y psicológicos a su amiga. Juntas habían exprimido todos los detalles de cada pelea, habían buscado explicaciones y soluciones hasta el amanecer, hasta quedarse sin cigarros, hasta terminar llorando juntas y cantando con Chávela Vargas o José Alfredo Jiménez de fondo, con café, chocolate o vino tinto como humectantes para la garganta y los recuerdos. Estaba acostumbrada también a que ella la despertara a media madrugada, para compartirle el insomnio y consolarla sobre la última hazaña del camaleón. (Continuara...)

No hay comentarios:

Publicar un comentario